Por las tardes, como hace calor, le gusta chapotear un rato en la bañera, con poca agua. Al lado tenemos (mejor dicho, teníamos) una cesta de mimbre con sus cosas de baño, juguetes, etc.
Cogió la cesta, le pedí que no la metiera en el agua porque se estropeaba, ni caso, cogió y la metió. Con tan mala suerte que el agua se empezó a teñir de marrón rojizo, muy poco saludable, la verdad (¿de qué estarán hechas las cestas de mimbre?).
En fin, que quiso salir, le sequé, le vestí, vaciamos la bañera y veo que la cesta de las narices ha dejado manchas de color por doquier, y no salían con nada, ni con jabón, ni con detergente, ni con cilit bang, con na de na.
Me enfadé. La verdad es que conseguí mantener el tipo, no levanté la voz ni dije nada de lo que me tenga que arrepentir, le expliqué que no me paso el día prohibiéndole cosas, pero si algún día le digo que no a algo es por una razón y podría hacerme caso y bla bla bla.
Hasta allí todo bien, me escuchó y se fue a mi (nuestra) habitación.
Le seguí, y cuando entré me preguntó si ya estaba contenta.
Me senté a su lado y le contesté que no, que todavía estaba un poco enfadada.
Entonces se puso a llorar, no como una rabieta, sino desconsoladamente, diciendo: pero yo no quiero que estés triste, no quiero que te enfades conmigo.
Se me cayó el alma a los pies

Soy especialista en comerme el coco, lo sé, igual es una tontería, pero lo estoy pasando mal.
Escritora, bloguera, traductora, y un montón de cosas más...

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